Pensamiento Lateral
Acto II: Quebradero
Normalmente ir en el coche de la policía cuando no trabajas en el cuerpo de la ley supone que has sido detenido. Por el momento yo no era culpable de nada, pero aquí estaba, en una tarde de invierno, casi primavera. Aunque en mi caso, iba de copiloto junto al inspector Godoy. Hablaba mientras conducía, sin perder de vista la carretera.
—Ayer hubo una llamada a última hora del día —explicaba el caso mientras nos dirigíamos a la escena del crimen—. Exactamente a las 21:00 horas, pero sin llegar a oírse nada, colgaron. Siguiendo el protocolo devolvimos la llamada, pero nadie respondió. Parece que no había mucha actividad en la comisaría anoche, porque el responsable que estaba de guardia decidió que se localizara la llamada. Cuatro minutos después una patrulla llegó al lugar: se trataba de una sala de escapismo.
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Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Godoy se dio cuenta, quizá se percató de lo callado que estaba.
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—¿Sabes lo que es? ¿Estás familiarizado con ello?
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Seguí sin responder. Me sentía estúpido. No sabía cómo contárselo.
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—Pues se trata de una especie de juego —comenzó a explicar, sin saber que conocía perfectamente lo que era—. Un grupo de personas se queda encerrado y debe resolver una serie de puzles y acertijos para conseguir escapar en un tiempo determinado. Son muy populares últimamente.
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—He batido el récord en cada sala en la que estado —solté al fin.
Ahora fue Godoy quien se quedó callado.
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—Solía ir con mi expareja —dije—. Somos… quiero decir, éramos unos auténticos fanáticos.
Godoy asintió.
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—No me sorprende que alguien famoso por su intelecto tuviera gusto por estas actividades. Continuaré explicándote entonces…
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» Una patrulla llegó allí unos minutos después de la llamada. Se encontraron con la recepción vacía y la puerta de la sala de escapismo cerrada. Registraron el ordenador que había allí y vieron la grabación de la cámara de seguridad de la recepción. El dueño estaba sentado tranquilamente frente al ordenador cuando de repente se altera y comienza a llamar por teléfono. En ese momento entra una persona con un curioso disfraz y le hiere con un cuchillo. Después le obliga a entrar en la sala de escapismo junto a él, cerrando la puerta. La grabación no muestra ningún movimiento distinto hasta que llega la patrulla.
—Entiendo… —dije visualizando la escena en mi cabeza—. ¿Y qué pasó cuando entraron los policías en la sala?
Godoy sonrió antes de responder:
—Que dentro no había nadie.
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Dediqué un segundo para la reacción de sorpresa, pero tenía demasiadas referencias literarias y cinematográficas para comenzar a cavilar qué había pasado.
—Escaparon por un…
—Imposible. Hemos analizado toda la estructura del edificio. No hay comunicación por ninguna pared o trampilla, ni hacia plantas inferiores o superiores. Es como una caja fuerte gigante.
Ahora sí que me llamaba la atención.
—Entonces podrían seguir en la sala, escondidos en algún recoveco.
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—Podría ser —contestó Godoy—. Los técnicos esperan una orden mía para comenzar a desmontar cada centímetro de la sala, pero creo que eso podría destruir alguna prueba. Necesitamos saber cómo es el funcionamiento de los puzles del interior. En el ordenador no se ha encontrado nada sobre ello, por lo visto el negocio aún no había abierto al público. Por este motivo el dueño tampoco había instalado cámaras dentro de la sala, así que no tenemos ni idea de qué pasó ahí.
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Godoy terminó de hablar cuando llegamos al local. Se encontraba en una calle secundaria de la ciudad por donde no transitaba mucha gente. Algunos agentes estaban esperando al inspector en la puerta. Desde el exterior solo se veía dos grandes cristaleras doradas que no permitían ver el interior. Entramos y confirmé lo que sospechaba: desde el interior se podía ver perfectamente el exterior. La luz del sol entraba directamente en la recepción. Era un habitáculo pequeño donde solamente estaba la puerta que daba acceso a la sala de escapismo, una mesa con un ordenador, un armario contra una pared donde los clientes dejarían sus pertenencias y una estantería con distintos adornos, casi todos rompecabezas. Una florecita mecánica bailaba alegremente gracias a la luz solar. Pasé la mano por delante del receptor de luz e interrumpió su baile.
—Eduardo —me llamó Godoy—. No te entretengas. Caminé hacia él. Se encontraba frente a la puerta de la sala de escapismo, abierta completamente, sujeta con una silla para evitar que se cerrara.
—¿Podríamos ver el vídeo antes de entrar? —pregunté. —La fiscalía se lo ha llevado rápidamente junto a las
pruebas —informó uno de los agentes—. No querían perder el tiempo y ya lo están analizando.
—¿Qué pruebas hay? —pregunté.
El agente levantó una ceja preguntándose si tenía que darme algún tipo de explicación. Godoy posó una mano sobre mi hombro. Por algún motivo sentí un escalofrío con su contacto. Una extraña y adicta sensación…
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—Tranquilo —comenzó a explicar Godoy al agente—, nos está ayudando con el caso. Puedes contarle todo lo que necesite saber.
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Seguidamente, se alejó de nosotros y fue a hablar con otro de los agentes de la sala. El agente a quién pregunté resopló demostrando que realmente no le importaba quién fuera yo.
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—Tú eres el chico sabelotodo ese, ¿verdad?
O igual sí que le importaba quién era.
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—Sé menos de lo que me gustaría saber, sinceramente. Como las pruebas que se han encontrado en este caso, por ejemplo.
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—¿Has oído hablar del intrusismo laboral? —¿Has oído hablar de la falta de profesionalidad? —Chico, yo que tú no seguiría yendo de listillo, ya tienes suficientes enemigos en este gremio.
—Hum… me pregunto sí el Inspector Godoy opina lo mismo, al fin y al cabo, él me ha llamado para trabajar en este caso.
—¿Godoy te llamó?
—Eso sé.
El agente miró al inspector que parecía haber terminado su conversación y volvía donde nosotros.
—¿Y bien? —dijo al llegar—. ¿Ya le has contado todo? —¡Por supuesto, señor! —contestó el agente—. Pero se lo
repetiré para que quede claro: restos de sangre y cabello.
—No parece gran cosa —dije.
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—Normalmente, no se necesita más para encontrar al culpable —añadió Godoy—. Siempre y cuando sepas a quién pertenece.
—Hum… me lo apunto.
—Entremos en la sala entonces —dijo Godoy. Atravesamos la puerta y nos encontramos en una sala cúbica, blanca. Era como estar atrapado en un cubo de Rubik gigante. Detecté algunas gotas de sangre por el suelo que resaltaban en el blanco inmaculado.
—En los planos del edificio consta que hay tres habitáculos más dentro de esta sala —explicó Godoy—. Uno a la izquierda, otro a la derecha y uno más enfrente. Pero me temo que las puertas solo se pueden abrir resolviendo el juego. Aquí comienza tu trabajo, Eduardo. Toma un plano del lugar.
Sus ojos azules se quedaron pendientes de mí.
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Eché un vistazo al plano y me giré sin decir nada. Me fijé en el lateral de la puerta: tenía unos conductores que debían hacer contacto con la pared al cerrarse.
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—Pues el primer paso es este —dije dando una patada innecesaria a la silla y apartándola de la puerta. Por alguna razón creí que quedaría guay e impresionaría a Godoy.
La puerta de la sala se cerró, dejándonos a los dos solos en el interior, encerrados.
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—Me gusta tu actitud —admitió Godoy—. Ponte estos guantes, no dejes huellas.
Había estado en suficientes salas de escapismo como para saber la mecánica de estos juegos: encontrar una pista que te llevara a otra, todas ellas encadenadas. Traté de no sentirme distraído por las gotas de sangre que había por el suelo, por lo visto la víctima se había recorrido todo el lugar.
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Dirigí a Godoy para que fuera tocando cada objeto, pared y suelo, hasta que conseguimos dar con una cerradura oculta en la pared. La primera llave se encontraba en otro hueco oculto. Seguimos este procedimiento, resolviendo pequeños puzles hasta que desbloqueamos el acceso a la sala de la izquierda, que era exactamente igual, pero roja y llena de llaves de distintas formas y símbolos. Un rato después hallamos cómo entrar en la sala de la derecha, amarilla. Godoy parecía haber entendido mejor el funcionamiento del juego y se volvió más productivo. La nueva sala estaba llena de palancas con otros símbolos. Alrededor de treinta minutos después, conseguimos acceder a la última sala, la de en frente de la puerta de entrada. Esta era de color azul y contenía una vitrina de cristal con un botón en su interior. Había sangre en el cristal.
Tuvimos que probar distintas combinaciones con las palancas fijándonos en símbolos que aparecían en las paredes hasta que logramos encontrar la correcta. Oímos un «clic» y comprobamos que la vitrina de cristal se había abierto, pudiendo acceder al botón.
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Satisfecho, fui a pulsarlo, no sin antes lanzar una mirada de complicidad a Godoy. En cuanto apreté el botón las luces se apagaron y nos quedamos completamente a oscuras. Repiqueteó el sonido de una trampilla abriéndose y un fuerte golpe. Sentí que algo me había salpicado e inmediatamente la luz volvió.
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Me miré las manos y vi que lo que me había salpicado era sangre. También pude comprobar que del techo había caído una gigantesca pancarta en la que ponía con letras enormes: ¡FELICIDADES!
Allí estaba la recompensa por superar los acertijos, pero había algo más: en el suelo había un bulto. Mi mente no lo asimiló hasta pasados unos segundos. Cuando comprendí qué era, me quedé blanco. Se trataba de un cadáver.
—¡Es la víctima! —alertó Godoy— Tenemos que salir de aquí. No toques nada.
Pero yo no podía dejar de mirarlo, me acerqué aún más al cuerpo. Era un chico, joven. Quizás un par de años más que yo.
—Eduardo, vuelve aquí.
Y entonces pude verlo bien, su rostro. Reconocerlo disparó infinitas reacciones químicas en mi cerebro. Me caí de espaldas y comencé a temblar.
Godoy se acercó a mí y agarrándome con sus brazos me arrastró hasta la sala blanca. Dos palancas habían aparecido junto a la puerta de entrada.
—¡Vamos! —me gritó—. ¡Yo solo no puedo! ¡Acciona la de ese lado!
Las piernas apenas me respondían, pero algo instintivo me hizo reaccionar, quizás me dejaba guiar por la voz de Godoy. Agarré la palanca del lado izquierdo y la accioné a la vez que él accionaba la del derecho. La puerta se abrió y Godoy me sacó de la sala.
Me quedé sentado en la calle tratando de asimilarlo. Los agentes revoloteaban y más personas llegaban. Vi cómo sacaban el cadáver tapado con una sábana blanca. Detrás de él venía Godoy junto a otro agente. Godoy me miraba serio.
Algo en mí me decía que lo había descubierto.
Se acercó intimidante y me levantó del suelo agarrándome de las muñecas. Sus ojos azules estaban a unos centímetros de los míos, irradiantes de decepción.
—Quedas detenido como sospechoso de asesinato —dijo fríamente mientras me colocaba unas esposas. Yo no opuse ninguna resistencia—. Una foto tuya en la cartera de la víctima te relaciona con él.
Aquel dato me dejó estupefacto.
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Había muchas preguntas gritando en mi cabeza, pero por alguna razón solamente hice caso a una de ellas que susurraba: «¿Por qué él seguía teniendo una foto mía en la cartera después de haber roto conmigo?».
Las siguientes horas fueron rápidas y nebulosas. Cuando conseguí salir del shock habían pasado días. Traté de encajar los destellos de imágenes que tenía en la mente. El coche patrulla, yo sentado en una sala de interrogatorio, Marco entrando en la sala para hacerse cargo de mi defensa…
—Mañana te juzgan —me dijo mi tío—, cuéntame la verdad o esto va a irte mal. ¿Realmente has sido capaz de asesinar a tu exnovio?
Veía a mi tío, pero no le miraba. No podía fijarme en nada en concreto. Mis ojos estaban recibiendo imágenes, pero mi cerebro no estaba procesándolas. Me sentía drogado. Había llorado, reído e incluso me había quedado dormido cuando me encerraron en una celda hasta el día del juicio.
Marco había conseguido traer de mi apartamento una camisa, pantalones y zapatos negros, una corbata blanca y un chaleco color beige. Quería que estuviera presentable para el juicio. No había intercambiado palabra con Marco, no fui capaz, así que no tenía ni idea de qué tipo de defensa utilizaría. Pero en mi cabeza no había parado de tratar de unir piezas de un puzle imposible, del mayor rompecabezas al que me había enfrentado. Me encontraba frustrado, y por primera vez en mi vida, no encontraba explicaciones.
El juicio comenzó. Presidía un juez con bastantes años y experiencias en la espalda, Marco se encontraba en el lado de la defensa y yo en el banquillo del acusado. El inspector Godoy estaba en el estrado testificando lo ocurrido, había vuelto a su actitud fría e intimidante. Y en el lado de la acusación, regia, siniestra, adversa, con la túnica propia de los fiscales, un recogido que parecía de lo más artificial y un rostro lleno de rabia: Tatiana Roldán, la Carroñera.