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Acto I: Integrado con HTML

Pensamiento Lateral

Acto I: Perquisa

 

    No había vuelto a dormir bien desde que lo hacía solo. Una cama de matrimonio era más placentera cuando tenía con quién compartirla. Lo mismo podía decir de cualquier parte del apartamento, era más fácil de mantener cuando lo pagábamos entre los dos. Por suerte el alquiler estaba a mi nombre así que no tuve que abandonar mi hogar después de la ruptura… aunque eso podría cambiar si no comenzaba a estabilizar mis ingresos.

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    Sepultado entre sábanas y mantas, extendí un brazo al mundo exterior en busca de mi iPhone. Sin mirar, tanteé por encima de la mesa. Distinguí la Nintendo 3DS, que me había tenido atrapado debido al nuevo videojuego que un fan me había enviado ayer mismo, pero no era lo que buscaba. Seguí palpando, pasando por el relieve de la portada del libro Hurra de Ben Brooks, el paquete de pañuelos, y, finalmente, el iPhone.

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    Lo traje hasta las profundidades de mi cama y lo encendí. 50 notificaciones de redes sociales. 665 mensajes de Whatsapp. Tres llamadas. Joder. ¿Tres llamadas? ¿Pero quién sigue llamando?

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    Me levanté de la cama y me puse una camiseta arrugada que encontré por el suelo. Estaba más fría que el frío que intentaba quitar al ponérmela. Caminé hacia el baño mientras deslizaba los dedos por la pantalla táctil. Me topé con mi reflejo. Mi ex disfrutaba cuando me veía así, con la maraña de rizos negros revueltos de recién levantado. Corrí a peinármelo como pude, mojándome el pelo con una mano mientras con la otra seguía usando el pulgar para viajar entre aplicaciones.

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    Tropecé con el maniquí vestido con el disfraz de Darkeror, uno de mis villanos favoritos y se le cayó el sombrero de copa. Lo coloqué en su lugar y contemplé lo bien que quedaba junto al resto del disfraz, la máscara y la capa de un negro tan inmenso como la astronómica cantidad de euros que me había costado cada pieza.

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    Mi paseo del despertar me llevó hasta la cocina. La taza de leche daba vuelvas en el microondas y dos rebanadas de pan se calentaban en la tostadora cuando me decidí a atender a mis llamadas. Comprobé que eran de Marco.

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    —Buenos días —solté apresurado, como si llevase una larga mañana de tareas—. Sí, por supuesto. Ni un momento de descanso en toda la mañana, estoy preparándome un café. ¿Qué? Sí, claro, ya sé que es por la tarde… Quería decir un café… para comer, eso es. Acabo de comer y estaba con el café… ¿Qué? ¿Esta mañana? Estaba sin batería, y ya te digo, no he parado ni un minuto. Vale. Sí. Claro, claro. Esta tarde mismo. O sea, en un rato estoy por allí. Hasta luego, Marco.

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    Colgué el teléfono y me detuve un momento para darme cuenta de que estaba en frente de la cama. Me había recorrido todo el apartamento hablando por teléfono. Volví a la cocina en busca de mi leche caliente y procedí a echarle las suficientes cucharadas de cacao para que perdiese el color blanquecino. Las tostadas estaban demasiado negruzcas para mi gusto. Busqué el único cuchillo de sierra que quedaba limpio en el cajón de los cubiertos, pero no estaba. Hum. Juraría que aún quedaba uno limpio.

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    Miré el fregadero que contenía una estatua postmodernista de platos y cubiertos sucios apilados unos sobre otros y decidí que no era quién para acabar con una obra de arte como aquella. Asumí que tendría que tomar las tostadas tal y como estaban. Me tomé mi tiempo para terminar el desayuno-comida y lo compensé apurándome mientras me vestía.

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    Varios minutos después me encontraba decente para salir a la calle sin llamar la atención. Calzaba unas zapatillas Vans negras y grises con cordones negros, unos pantalones vaqueros también negros con manchas de pintura azul, blanca y roja salpicadas aleatoriamente y una chaqueta de algodón blanca con las mangas y capucha tan oscuras como el resto de las prendas. La llevaba abierta, dejándose ver una camiseta larga, blanca con el número 75 escrito en el pecho. Me ajusté las gafas de moldura negras sobre mi redondeada nariz y me dispuse a salir.

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    Llegué a la parada del autobús pasado el sol del mediodía, a tiempo para ver cómo se iba el mío. Pude comprobar en el panel informativo que quedaban 15 minutos para que llegase un autobús de la misma línea. Ese era el tiempo que tardaría en llegar andando hasta la oficina de Marco. Puf… qué asco.

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    Me decidí por no caminar. Durante el tiempo en el que estuve esperando me dediqué a imaginar qué tipo de caso me esperaba esta vez. Marco siempre me llamaba cuando se quedaban sin esperanzas para defender a alguno de sus clientes. Era mi misión analizar el caso y encontrar la hipótesis más creíble que hiciera inocente al cliente. No, yo no era abogado. Tampoco una especie de detective. No era nada. Simplemente tenía mucha imaginación.

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    El autobús llegó, lleno de gente. Acerqué la tarjeta magnética al aparato para cobrar, sin llegar a tocarlo. El pitido me confirmó que ya podía pasar. Logré hacerme con un asiento colocado mirando en sentido contrario del autobús. Desde ahí podía ver a los transeúntes a través del cristal.

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    Antes de llegar a la oficina traté de subirme el ánimo recordándome a mí mismo lo importante que era este trabajo. Me repetí varias frases positivas con las que se bombardea hoy en día las redes sociales y, una vez en el bufete, entré decidido. Sonreí a los compañeros de Marco y fui directo a su puerta.

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    —¡Buenas tardes, Marco! —saludé excesivamente falso. Marco me miraba desde la silla de su despacho tan estereotipado. Mesa de madera, pisapapeles, papeles sin pisar… estanterías llenas de archivadores y alguna que otra planta de interior. Cerré la puerta y me senté en la silla frente a él sin preguntar, como había hecho otras tantas veces. Él me miraba mientras se frotaba la barbilla con dos dedos. Estoy seguro de que adoptaba esa pose a propósito para hacerse el interesante, y parecía satisfecho de ello al darse cuenta de que no dejaba de mirarle. Sin embargo, él no sabía que en lo que yo me estaba fijando era en el brillo de la lámpara que se reflejaba en su cabeza calva.

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    —Eduardo, Eduardo, Eduardo —repitió pausado y con desgana. Se echó hacia atrás en la silla antes de continuar—. Estás despedido.

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    ¡¿QUÉ?!

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    —¿Disculpa? —dije tímidamente manteniendo el semblante serio.

 

    Noté su mirada tratando de penetrar en mí, buscando desestabilizarme y echar abajo mi máscara de positividad.

 

    —Sabes lo difícil que es para mí justificar tu trabajo sin tener ningún título —comenzó a soltar. Se aproximaba verborrea—. Eres bueno, pero no puedo darte más trabajo. Tu intento de bachillerato fue penoso, el curso de detective privado lo dejaste a medias, el módulo de informática también, no tienes entre tus metas buscar nada de formación jurídica… solo te dedicas a subir vídeos frikis a tu canal de YouTube

 

    —Oye, al menos esos vídeos me dan de comer.

 

    —Sí, te dan de comer, pero lo que realmente te paga la casa, la luz, el agua y la ropa es este trabajo.

 

    Ahí tenía razón. Mis vídeos de críticas sobre series, películas y libros tenían suficientes seguidores como para proporcionarme un dinerillo y regalos de los admiradores, como el videojuego al que estuve jugando ayer, pero eso no era suficiente. Joder, y ahora me había quedado sin el único trabajo que me llenaba y me permitía vivir.

 

    —También soy socio de MENSA… —añadí tímidamente. —Y ya veo de qué te sirve pertenecer a ese dichoso club

de superdotados.

    —En realidad no somos simplemente superdotados, sino personas cuyo coeficiente intelectual se encuentra entre el 2 % de la…

 

     —Eduardo —me cortó—. Tienes 22 años. Estás en el mundo de los adultos.

 

    Marco se quedó en silencio, mirándome. Y lo consiguió. Consiguió que bajase la cabeza y surgiera una lágrima en mis ojos. Sentí un dolor en el pecho. La había cagado, joder. Estaba avisado desde que empecé aquí. Necesitaba algún título formativo para poder seguir en el bufete.

 

    —Anda, no llores —dijo Marco en tono consolador. Se levantó de su silla y se acercó a mí, poniéndome una mano sobre la cabeza—. No te voy a despedir. Te quedarías sin hogar y te sentirías arrastrado a volver a casa de tus padres. No quiero ser yo quien te empuje a las puertas de la tiranía de mi hermano.

 

    Gracias a Dios, el tío Marco era de lo más comprensivo.

 

    —Gracias —dije recomponiéndome—. Te juro que voy a ponerme a estudiar y a tomarme mi vida profesional más en serio.

 

    —Eso espero. Pero no será aquí. Me volvió a dejar sorprendido. —¿Qué quieres decir?

Marco me sonrió antes de contestar.

 

    —Debes de haberte hecho famoso entre los juzgados, chico. La policía ha intentado contactar contigo. Quieren que les ayudes a resolver un caso.

 

    No supe cómo reaccionar. Por un momento pensé que Marco seguía tomándome el pelo.

 

    —¿Que la policía quiere que les ayude?

 

    —Eso es. Seguramente ha sido gracias a que volvieras loca a la Carroñera. Cómo disfruté en aquel juicio, cuando comenzaste a rebatirle todo a esa fiscal cuarentona y conseguimos librar a nuestro cliente.

 

    Recordé ese episodio con regocijo. Fue la primera vez que pisé un tribunal. Marco consiguió hacerme partícipe del juicio acogiéndose al artículo 457 de la Ley de Enjuiciamiento criminal*. En base a este hecho, Marco explotó mi portentosa capacidad de deducción y mi extraordinaria habilidad del pensamiento lateral para justificar la conducta de nuestros clientes durante los últimos dos años. Y ahora la policía requería mi talento. Joder, qué pasada. Digno argumento para una novela.

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    *Ley de Enjuiciamiento Criminal en su artículo 457: «Se puede nombrar a personas entendidas que careciendo de título oficial, tienen sin embargo, conocimientos o práctica especiales en alguna ciencia o arte, pero estas actuarán como personas entendidas no como peritos».

 

    Marco me dio la dirección y el número de la comisaria. Me concertaron una cita con el inspector a cargo de la investigación esa misma tarde, así que fui directamente desde el despacho de Marco. No sabía si iba adecuadamente vestido, la verdad, no sé cómo debe ir uno vestido en estas ocasiones. Todo iba demasiado deprisa, aún no había salido completamente de mi incredulidad.

 

    Llegué allí y no pude evitar sentirme un criminal. Entré en el edificio y noté una extraña sensación de incomodidad, como si la mirada de los agentes que se movían por allí fuera acusatoria. Me acerqué a un chico que estaba tras un cristal a modo de recepción y le pregunté por mi reunión. Después de tomarme los datos y hacerme esperar varios minutos en una silla azul acolchada, un agente me condujo por el interior de la comisaría. Un ascensor y varios pasillos después me encontraba frente a la puerta del inspector que requería mi ayuda. Aquí comenzaba mi nueva oportunidad para madurar y centrarme seriamente en el trabajo.

    —¡Buenas tardes! —dije sonriente al entrar. Esta vez sinceramente.

 

    Allí había un chico treintañero de pelo moreno peinado pulcramente hacia arriba. Vestía con un traje gris oscuro que se ceñía a un cuerpo musculado, listo para actuar en cualquier momento. Parecía serio. Estaba concentrado en la pantalla de un ordenador. El despacho también parecía estereotipado, sin embargo, este se veía más recogido y no tenía plantas de interior. Además, tenía una copa de cristal sobre la mesa que estaba llena de bombones. Me caía bien.

 

    —Hola —contestó sin emoción. Desvió los ojos de la pantalla y me miró.

 

    Parpadeó un par de veces antes de que sus ojos azules se vieran totalmente centrados en mí.

 

    —¡Ah, eres tú! —soltó nervioso abandonando el aire de dejadez.

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    En uno segundos parecía otra persona totalmente distinta. Acaba de pasar de ser un inspector que causaba respeto con su presencia a ser un chico nervioso con la mente a saber dónde.

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    —Te estaba esperando —continuó mientras se levantaba.

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    Se acercó a mí y me extendió la mano—. Inspector Godoy.

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    —Yo soy… —comencé a decir dándole la mano. Era sorprendentemente suave al tacto.

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    —Sí, Eduardo, ya —dijo sonriéndome sin soltarme la mano—. Tú y yo vamos a resolver un caso imposible.

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