Tropicofóbico
Érase un cuento vacacional
«Todo un paraíso» había dicho el Dr. Prado antes de invitarme a abandonar la casa de reposo, pero hasta el momento no me había topado más que con situaciones incómodas.
Lo primero había sido el tortuoso vuelo en aquellos asientos que parecían haber sido diseñados por las SS para el transporte de sus prisioneros, no quiero ni recordar lo apretada que viajaba Miel. Los continuos interrogatorios de las azafatas, con su tono de anuncio comercial y su sonrisa de pegatina, no hacían otra cosa más que inmiscuirse de una manera irrespetuosa en la necesidad de saber cuáles eran mis necesidades. Me sentí completamente tecleado cada vez que indicaban amablemente por dónde tenía que pasar o cuándo me podía levantar, pero en realidad camuflaban órdenes con una voluntad de falta de poder frustrada. Cuando llegamos a la dichosa isla y finalmente conseguí recuperar mi maleta negra de la cinta rotatoria, iluso de mí caminé con Miel hasta salir del aeropuerto.
Por primera vez en 11 horas y 27 minutos me topé con el aire, aire de verdad, puro, no filtrado por ningún mecanismo, aire de un cielo despejado sin techos. Y no me gustó nada.
Una desértica ola de calor me golpeó de lleno, sintiendo la necesidad de deshacerme de al menos una de las tres capas de ropa que llevaba para cubrirme. Opté por el abrigo, ya que era la respuesta más inmediata que ejecutó mi cuerpo para no morir abrasado. Aunque noté cierta satisfacción al quitarme el abrigo, solo hicieron falta nueve segundos para que la maldición desértica volviera a envolverme. Me fijé en Miel, parecía haber sacrificado su bienestar térmico durante el viaje para gozar de las mejores vestiduras allí. Su veraniego vestido blanco dejaba ver el brillo que se reflejaba en sus hombros y sus piernecitas. Las gafas de sol en forma de corazón al más puro estilo Lolita le quedaban de ensueño.
El dependiente, botones, mayordomo o quien fuera ese hombre, había tomado el relevo de la cadena de actos para entremeterse en mis asuntos que las azafatas habían iniciado ocho horas y 17 minutos atrás. Desde la misma salida del aeropuerto se había aproximado hacia mí pregonando mi nombre y mis apellidos, y una vez me encontró, caminó hacia un coche haciendo señas para que le siguiera.
Pasaron al menos 48 minutos hasta que al fin los desconocidos dejaron a un lado sus acosos para buscar una nueva víctima a la que atender. El cuarto del hotel era bonito, he de reconocerlo, sentía debilidad por la decoración minimalista: cuatro paredes de un blanco inmaculado; una de ellas contaba con un cabezal casi inexistente de una sencilla cama de matrimonio con unas sábanas aún más puras que la pared, debido al tacto suave y fresco; dos únicas puertas de madera negra azabache rompían con descaro en la segunda y tercera pared, una entraba desde el pasillo por el que acababa de entrar y la otra daba el paso a un baño al que aún no me había atrevido a asomarme; la cuarta pared es la que daba más problemas, un molesto cristal que permitía ver con nitidez ese estúpido mar cambiante que rodeaba la isla, así como la terrorífica playa. Me daba escalofríos solo de pensar en el tacto de la arena.
Me agité nervioso como si realmente estuviera lleno de granos de arena que se adherían a mi cuerpo cual sanguijuelas. Descubrí una cortina y me apresuré a tapar aquel paisaje del demonio. «Todo un paraíso» había dicho el Dr. Prado antes de condenarme a este infierno.
Me sentí obligado a seguir las convenciones sociales en aquel tipo de situaciones, al fin y al cabo estaba allí como último paso para reintegrarme en la sociedad. De este modo me puse en marcha para llevar a cabo uno de los rituales más estúpidos a los que había llegado a crear la humanidad: tomar el sol.
Dejé el equipaje en mi cuarto y bajé únicamente vestido con el bañador, las chanclas, una toalla y la pulserita. Eso era lo que más me gustaba, y me daba seguridad a la vez: la pulserita. Con ella podía pedir cualquier cosa y acceder a cualquier lugar. Pero lo que realmente me gustaba era su similitud a la que lucía en mi muñeca durante mi estancia en la casa de reposo, aunque aquella no era amarilla sino azul, y los fines de la pulserita azul no eran los de dejarme acceder a distintos lugares sino más bien al contrario.
Llegué a una de las piscinas del colosal resort y me tumbé junto a Miel en un par de tumbonas blancas. Estoy seguro de que pasé al menos 12 insufribles minutos en contacto directo del sol con la piel, sin poder dejar de visualizar las células de mi torso chamuscándose, hasta que finalmente me cubrí bajo la sombra de una de las sombrillas situadas alrededor de la piscina. Miré a Miel, tan perfecta como siempre, sin temer al sol, enfrentándose a él con los cristales en forma de corazón. Sonriente, pero con los dientes ocultos baso sus labios rojizos, como siempre.
Descubrí una estrategia para que los infinitos asistentes del resort dejasen de ofrecerme algo para beber: pedir algo. De esta forma se percatarían de que ya estaba servido y me dejarían en paz. Hasta donde sabía, nadie me obligaba a terminar mi consumición.
Cuatro minutos después ya contaba con una copa de cristal llena de hielos de colores, sombrillitas y algo que perfectamente podría decorar un árbol de navidad. Pagué con el simple gesto de levantar el brazo y enseñar la pulserita. El hombre se fue, humillado por el poder de la pulsera, o así me gustaba verlo a mí.
Di un trago a la bebida, aun sabiendo que no puedo beber alcohol debido a la medicación. Asqueroso. Aparté la copa de mí, aunque la dejé lo suficientemente cerca como para repeler a los asistentes.
Miel seguía inmóvil en la tumbona, a buen recaudo bajo mi mirada. No concebía haber hecho este viaje sin ella.
Reparé en las carcajadas y sonrisas que adornaban los rostros del resto de personas que se encontraban allí. Recorrí con la mirada los alrededores de la piscina, tratando de encontrar qué era aquello tan especial que tenía aquel lugar como para que la gente se lo pasara bien, pero no fui capaz de verlo, no era capaz de integrarme, y el Dr. Prado dice que debo hacerlo.
Y entonces escuché la voz de mi salvadora.
Una chica de piel clara escondida bajo un sombrero de corte clásico color paja gritaba sola a los cuatro vientos desde una de las tumbonas con una copa en la mano:
— ¡Puedo asegurar que tomar el sol en las Bahamas con un Daiquiri en la mano no es una maravilla!
Aquel grito… oh, qué grito. Qué alarde de sentimientos. Loada sea su expresión. Sentí la total necesidad de aproximarme a ella para hacerle saber que tenía todo mi apoyo.
Me acerqué, pero la mujer se había levantado rápidamente después de compartir su fastidio con el mundo y se marchaba de la piscina a paso ligero.
Aceleré mis pasos para alcanzarla pero era una digna velocista. Su vestido amarillo ondeaba como un rayo, pero no por la brisa sino por el ritmo acelerado, permitiéndome seguirla el rastro entre el resto de inquilinos del resort y más asistentes acosadores. Sorteé la zona de la piscina de olas, un puesto de bebidas, la pequeña instalación de minigolf, una zona con una especie de auditorios donde me temía que darían ruidosos espectáculos nocturnos, otro puesto de bebidas, varias piscinas más… todo para alcanzar a la mujer del sombrero con vestido amarillo.
Finalmente logré llegar a su lado, gracias a que se adentró en una zona de arcos llenos de enredaderas que creaban una especie de refugio apartado. Allí estaba ella, sentada en lo que parecía una tabla con largas cadenas que ascendían hasta los arcos. Me fijé con más detalle y me di cuenta de que se trataba de un columpio.
—No quiero ninguna bebida —me dijo la chica al verme.
—Esto… no, perdona yo no trabajo aquí.
—Ah —dejó escapar aliviada— pensaba que eras uno de esos acosasistentes.
—Es curioso, justo hace tres minutos yo estaba pensando exactament…
— ¿Quieres columpiarte conmigo?
— ¿Disculpa?
—Será más fácil, esto es demasiado grande para mí.
Caminé hasta su lado y me senté. Estaba lo suficientemente cerca para percatarme al detalle de aquellos ojos verdes que brotaban inteligencia.
Nos columpiamos, conversamos, compartimos cada queja de lo horrible que era aquel lugar y descubrí su nombre: Natalia. Pasé con ella exactamente… no, no lo sé. Perder la cuenta del tiempo era algo nuevo para mí. No era consciente, esto era nuevo para mí, pero, me sentía bien. ¿Quizás el Dr. Prado se refería a esto con integrarme?
—Ya anochece —dijo Natalia—, podemos dejar este sombrío refugio. El sol no nos someterá más hoy. Pero ahora debo volver con mi familia… ¿Tú no tienes con quién…?
¡MIEL!
Salí corriendo como nunca lo había hecho, dejando a Natalia en el refugio. Llegué a la piscina agotado, con el mismo ritmo respiratorio que cuando me daba un ataque de ansiedad. De hecho, me estaba dando un ataque de ansiedad: Miel no estaba allí.
Recorrí cada lugar que se me ocurrió en su busca hasta que reparé en lo que había hecho, y me sentí estúpido. Me había ido con Natalia y la había dejado abandonada a su suerte. ¿Qué esperaba que pasase? ¿Una joya como era Miel se iba a encontrar allí mismo esperándome, donde la había dejado? Miel también estaría con alguien. No era la primera vez que nos separábamos. Pero esta vez era distinto. Yo tenía con quién ir. Volví donde Natalia.
Pasé el resto de los días, y las noches, junto a ella. Ni me topé con Miel ni me hubiera dado cuenta de hacerlo, Natalia me tenía totalmente absorbido.
La despedida no fue más que un mero trámite. Natalia partía aquella mañana mientras que yo lo hacía por la tarde. Intercambiamos nuestros correos electrónicos para continuar nuestras charlas y prolongar eternamente nuestra conversación. «Quiero hablar contigo para siempre» había dicho en una de nuestras alocadas noches, columpiándonos.
El reencuentro con Miel surgió en la recepción del resort. Cargaba con mi maleta cuando la vi con una niña. Desaté una inesperada furia, me dirigí hacia allí y agarré a Miel de su bracito.
—Es hora de irnos —sentencié, alejándome y dejando a la niña sola.
Llegué al aeropuerto y cargué la maleta en la banda para pasar por el escáner. Deposité en la bandeja el resto de objetos metálicos y también la puse en la banda. Me dispuse a pasar por el detector de metales.
El hombre que se encontraba a la puerta del escáner se dirigió hacia mí.
—Perdone, esa muñeca también tiene que pasar por el detector.
Señaló a Miel.
—Ah, sí, por supuesto —asentí—. Tómela —dudé—. ¿Sabe qué? —pensé en todo lo que me había pasado durante las vacaciones—. En realidad… —me decidí—, puede quedársela, ya no la necesito.